El lenguaje no es solo un medio de comunicación, es también un campo de Poder. En nuestros días se utiliza de forma extrema para vaciar palabras elementales y rellenarlas con significados inversos, borrando referencias colectivas y debilitando nuestra capacidad de pensar. Lo que antes era evolución natural del idioma, hoy se ha convertido en un mecanismo deliberado de manipulación: el neolenguaje.
Como recuerda Álvaro Cordón, los añadidos inclusivistas o ideológicos no amplían el pensamiento, sino que lo bloquean. Wittgenstein lo expresó con claridad: los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Si nos cambian el lenguaje, ya no sabremos qué es justicia, libertad o verdad.
Un ejemplo claro es la sustitución de “Justicia” por “Justicia social”. La primera significaba dar a cada uno lo suyo, un principio universal que protegía al individuo frente al abuso del poder. Con el añadido “social”, el concepto se invierte: pasa a depender de lo que el gobernante decida en cada momento. Así se justifica la confiscación, la censura o el control, presentados como igualdad, redistribución o “bien común”. El resultado es una legitimación del expolio y del sometimiento bajo un ropaje moral.
Esta inversión semántica no es inocente. Provoca confusión cognitiva, altera la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Si además quien resiste esta manipulación es penalizado socialmente, se consolida un sistema basado en obediencia, rigidez ideológica y dogma.
Quien controla las palabras, controla los límites de lo posible. Por eso, recuperar el sentido original de la Justicia y de otros conceptos básicos es defender la libertad, la propiedad, la verdad y la herencia cultural que sostienen nuestra civilización. Iniciativa 2028 lo reivindica: sin palabras claras, la verdad se convierte en delito y los ciudadanos en sospechosos.
Pilar Almagro lo explica en: «De “Justicia” a “Justicia social”: cómo un adjetivo la anula».