Mientras miles de ciudadanos confían ciegamente en que la sanidad pública los cuidará «de forma universal y gratuita», la realidad que se vive en las consultas, pasillos y listas de espera dista mucho del ideal propagandístico que tanto se repite desde los púlpitos del poder. Hoy más que nunca, urge sostenerle el espejo a este sistema oxidado, lento, despersonalizado y, en demasiados casos, negligente. El equilibrio entre los servicios público y privado es inevitable.
El caso de la osteoporosis: un ejemplo de abandono institucional
Tomemos el caso de una paciente con osteoporosis grave, tratada con teriparatida (Tetridar), uno de los pocos tratamientos anabólicos eficaces para esta enfermedad. ¿Qué debería hacer la sanidad pública? Coordinar endocrinólogo, reumatólogo, analíticas periódicas de calcio, densitometría y control de efectos secundarios. ¿Qué hace realmente? Ignorar, posponer, desentenderse.
Pacientes como esta mujer reciben el medicamento sin un seguimiento adecuado, sin planificación dietética, sin revisión interdisciplinar, sin controles clínicos que garanticen que el tratamiento tiene éxito y que no se está tirando el dinero del contribuyente por la borda. ¿A esto lo llaman eficiencia?
La sanidad pública no cura: reacciona (cuando ya es tarde)
En lugar de prevenir fracturas, estabilizar huesos o mejorar la calidad de vida del paciente, la sanidad pública espera. Espera a que haya una fractura vertebral. Espera a que el dolor sea insoportable. Espera a que el paciente se derrumbe emocionalmente. Entonces sí: aparece con morfina, hospitalización de urgencia o derivación a traumatología con tres meses de espera. La medicina pública no previene: actúa como si estuviésemos en los años 60.
Mientras tanto, la sanidad privada ofrece diagnóstico inmediato, coordinación multidisciplinar, nutricionista, fisioterapeuta y pruebas en 48 horas. ¿Es injusto que quien pueda pagarlo tenga mejor salud? No. Lo que es injusto es que quien no pueda permitírselo tenga que soportar una sanidad pública que se ha convertido en un laberinto burocrático sin alma ni responsabilidad.
El falso mito de la gratuidad de la sanidad pública
Nada en la sanidad pública es gratuito. Se paga con impuestos, con IRPF, con recortes, con tiempo, con desesperación y, en demasiados casos, con vidas deterioradas o acortadas. Mientras los políticos presumen de una cobertura universal que no existe en la práctica, los ciudadanos esperan diagnósticos que no llegan, operaciones que se posponen o derivaciones que no se tramitan.
El ciudadano se convierte en súbdito de un sistema paternalista, que decide cuándo y cómo será atendido. Las reclamaciones se pierden, los errores no se admiten y las responsabilidades nunca se depuran. ¿Dónde está la calidad? ¿Dónde la humanidad?
El personal sanitario: víctima también de un sistema impune
Médicos, enfermeras, auxiliares y técnicos trabajan muchas veces al límite, víctimas de la sobrecarga, la desorganización y la desidia institucional. Muchos de ellos se marchan a la privada, a países vecinos o simplemente renuncian al oficio, cansados de pelear contra muros administrativos y agendas imposibles. No es falta de vocación: es hartazgo.
El doble discurso político
Mientras se derrochan millones en campañas de «sanidad pública de calidad», se externalizan servicios, se cancelan pruebas diagnósticas y se entierra a los pacientes en listas de espera eternas. Pero cuidado: los altos cargos de la administración tienen seguros privados pagados por el erario. Ellos sí tienen acceso a lo mejor. El pueblo, que espere.
Conclusión: el espejo está roto, pero aún refleja la verdad
La sanidad pública española necesita una reforma integral, urgente y valiente, que no se limite a inyectar dinero en un saco roto, sino que recupere la lógica clínica, la atención personalizada y la responsabilidad Institucional.
Mientras eso no ocurra, la sanidad privada no será un lujo: será la única salida digna para quien no quiera enfermar doblemente, primero por su cuerpo… y después por su abandono.