Miguel Uribe Turbay no se entendía solo desde la política. Era, primero, un hombre de familia. Quienes le conocieron de cerca hablan de un tipo que podía discutir acaloradamente sobre un proyecto de ley y, minutos después, sacar el móvil para enseñar con orgullo las últimas fotos de sus hijos. Nieto del expresidente Julio César Turbay Ayala e hijo de Diana Turbay, creció rodeado de política, pero también de la conciencia de que en Colombia las ideas cuestan caro. Esa mezcla de vocación y coraje le llevó a ser concejal, secretario de Gobierno de Bogotá, senador y, en sus últimos meses, candidato presidencial. No buscaba agradar a todos: defendía lo que creía, y lo hacía sin disfrazar las palabras.
El 7 de junio de 2025, en el parque El Golfito de Modelia, Bogotá, la campaña se desarrollaba como cualquier otra: gente de pie, discursos, alguna pancarta.
- Miguel hablaba y escuchaba, como siempre.
- Fue entonces cuando sonaron los disparos.
- Le alcanzaron por la espalda; dos de ellos en la cabeza.
- La multitud pasó del aplauso al grito en cuestión de segundos.
- Quien apretó el gatillo era un menor de edad, según la Policía, contratado como sicario.
- Lo detuvieron allí mismo, pero los que dieron la orden siguen sin rostro ni nombre.
Uribe fue operado varias veces en la Fundación Santa Fe. Pasó más de dos meses en cuidados intensivos. La madrugada del 11 de agosto, su cuerpo no resistió más: una hemorragia cerebral, consecuencia directa de aquel acto terrorista, cerró la lucha física, pero no la moral.
No hay eufemismos que valgan: a Miguel Uribe Turbay lo asesinaron. Y lo hicieron en plena campaña electoral. Es un crimen político y un acto de cobardía que golpea la democracia en la cara. Que todavía haya sectores de la izquierda que no han condenado de forma clara y sin peros este magnicidio es, como mínimo, una vergüenza histórica. El silencio en estos casos no es prudencia: es complicidad. La violencia no puede ser tolerada, venga de donde venga, y menos aún cuando pretende decidir, a balazos, quién puede hablar y quién no.
Queda el dolor, sí, pero también queda su ejemplo. Miguel fue coherente hasta el final: decía lo que pensaba y lo defendía sin esconderse. No se trataba solo de ganar elecciones, sino de cambiar la forma en que la política se enfrenta al crimen y a la corrupción. Su voz fue silenciada con balas, pero las ideas no mueren así. Las recordaremos en cada debate en el que se defienda la libertad, en cada acto en el que se denuncie la injusticia. Porque hay luchas que no admiten rendición, y esta es una de ellas.
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