«Dime con quién andas y te diré quién eres», reza el viejo adagio popular. Y si aplicamos este sabio refrán a la actual coyuntura política española, la radiografía que obtenemos es, cuanto menos, desconcertante. Parece que en el diseño de nuestra España constitucional, por aquello de «para todos los gustos», hemos acabado por meter en el mismo saco peras con manzanas, y lo que es más preocupante, hemos dado carta blanca a quienes, con disimulo o sin él, buscan vaciar el cesto de la unidad nacional, gracias a una singular Ley Electoral.
No es cosa baladí, ni un lamento de «viejos rockeros» de la política. La alarma que hoy quiero lanzar, desde la tribuna de Iniciativa 2028 y con el rigor que siempre ha caracterizado mi quehacer intelectual, es un diagnóstico claro: algo falla en la arquitectura constitucional que nos hemos dado, y su epicentro se halla en nuestra Ley Orgánica del Régimen Electoral General. Una ley, por cierto, que ha tenido reformas de calado, como la del año 2022 sobre -entre otras cosas- el ejercicio del voto de los españoles que viven en el extranjero.
Nuestra Constitución, esa que Don Juan Carlos I sancionó con la esperanza de «establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran» , define a España como un «Estado social y democrático de Derecho», fundamentado en la «indisoluble unidad de la Nación española». Unos principios tan claros como el agua. Sin embargo, la realidad política actual parece contradecir estos pilares fundamentales con una contundencia que duele.
Observamos atónitos cómo una alianza de gobierno se sostiene sobre el «sí» de fuerzas políticas cuyo programa no solo no defiende la unidad de España, sino que la dinamita abiertamente. Hablamos de partidos como Junts per Catalunya, Esquerra Republicana o Bildu, cuyas hojas de ruta no ocultan su objetivo de secesión. Es decir, parafraseando otro dicho, «unos por otros, la casa sin barrer»… o, en este caso, desbaratada.
Y aquí es donde la Ley Electoral se convierte en el «talón de Aquiles» de nuestra democracia.
¿Cómo es posible que en unas elecciones generales, que eligen a los representantes de la soberanía nacional en las Cortes Generales para toda España, el voto de aquellos que solo se presentan en una porción de ese territorio, y con la intención declarada de fragmentarlo, sea decisivo para la conformación del gobierno de la nación en su conjunto? Es como si el sastre se empeñara en coser un traje a medida para toda la familia utilizando únicamente el patrón del primo más pequeño y, además, con la condición de que este primo se lleve un trozo de tela para hacer su propia servilleta.
La gravedad del asunto radica en que la actual Ley Electoral, en su afán de asegurar una supuesta «representación proporcional» en cada circunscripción —que para el Congreso de los Diputados es la provincia —, distorsiona la voluntad general. Permite que partidos con una base territorial muy localizada y una agenda abiertamente secesionista obtengan una representación desproporcionada en el Congreso de los Diputados, convirtiéndose en «árbitros» de la gobernabilidad nacional. Son los mismos que, con una mano, pretenden separarse del Estado y, con la otra, sostienen al Gobierno de ese mismo Estado. Una esquizofrenia política que nos sale cara como nación.
El diagnóstico, pues, es claro: nuestra ley electoral, diseñada para garantizar la pluralidad política, está facilitando, paradójicamente, una alianza «contra natura» que pone en jaque la unidad de España. Permite que el voto de unos pocos, que juegan a la desunión, tenga un peso excesivo en la configuración de un gobierno para todos.
¿Y la solución? No se trata de reinventar la rueda ni de vulnerar el derecho al sufragio, que es pilar de nuestra democracia. La clave está en modificar aquellos aspectos de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General que permiten esta perversión del sistema.
Propongo una revisión urgente que contemple, entre otras medidas, la modificación de la circunscripción electoral para las elecciones al Congreso de los Diputados. Deberíamos avanzar hacia una circunscripción única nacional, o al menos un sistema que minimice la sobrerrepresentación de los partidos regionalistas y nacionalistas. Esto garantizaría que los votos en todo el territorio nacional tengan un valor similar, evitando que el peso desproporcionado de unas pocas provincias decida el destino de todos.
Además, sería crucial revisar el umbral mínimo de votos para obtener representación parlamentaria. Un porcentaje más elevado a nivel nacional, que refleje un verdadero apoyo popular, desincentivaría la atomización de partidos con agendas cortoplacistas y localistas, y obligaría a buscar consensos más amplios, en beneficio de la estabilidad y la unidad.
En definitiva, se trata de ajustar la Ley Electoral para que refleje fielmente el espíritu de la Constitución, esa que proclama la unidad de la Nación española y garantiza la igualdad de todos los españoles. Solo así podremos evitar que «el perro del hortelano» siga campando a sus anchas, y que quienes no creen en España como nación, terminen por decidir sobre el destino de todos los españoles. Es hora de que el viento de Norte, ese que limpia la atmósfera, también barra las distorsiones de nuestra ley electoral, devolviendo a España la coherencia y la fortaleza que merece.