Extremadura se encuentra cubierta por una densa sábana negra de humo, que asfixia a sus pueblos, desde el Valle de la Serena hasta las comarcas más olvidadas de la región. El fuego avanza, los recursos locales se agotan, y la gente resiste como puede con medios escasos y descoordinados.
En esta situación límite, el Presidente del Gobierno hace acto de presencia unos minutos, deja la maleta de vacaciones en un rincón, posa para la foto de rigor y, satisfecho con el encuadre, vuelve a su descanso estival.
La catástrofe no espera, pero Moncloa sí. Tras el fugaz desfile presidencial, Extremadura queda abandonada a su suerte, cubierta por ese humo espeso e irrespirable que ni siquiera la propaganda oficial consigue ocultar.
El mensaje es claro: lo importante no es combatir el fuego, sino mantener la imagen del «gran guapo» que, tras cumplir con el ritual mediático, se retira cómodamente mientras los vecinos luchan desesperados contra las llamas.
No se espera ayuda eficaz por parte del Estado. Los pueblos extremeños, históricamente olvidados, vuelven a comprobar que en Madrid su sufrimiento es secundario. El Gobierno se excusa, se disuelve en declaraciones huecas y deja el peso real de la emergencia en manos de voluntarios, brigadas locales y la solidaridad de Países amigos como Italia, que han enviado efectivos sin grandes titulares ni fotos teatrales, pero con hechos concretos.
Mientras tanto, en el Valle de la Serena y en tantas otras localidades, el humo ya es irrespirable. No hablamos de cifras, sino de personas que ven cómo sus casas, cultivos y vidas se tiñen de ceniza bajo un cielo ennegrecido. Y mientras los extremeños respiran humo, Sánchez respira vacaciones.
Extremadura no necesita fotos ni discursos vacíos, necesita un Estado presente. La gran nube que la cubre no es solo de humo: es también la metáfora perfecta de un Gobierno que oscurece la verdad con propaganda, pero que no está donde se le necesita cuando la tierra arde.
