No fue una cumbre. No fue un debate real. Lo que pasó el 6 de junio en Barcelona fue, más bien, una función ya ensayada con el decorado puesto desde Moncloa. Los Presidentes Autonómicos acudieron, sí, pero pocos creyeron que algo útil saldría de allí. Y los que lo sabían de antemano, como Ayuso, lo dejaron claro desde el principio.
Conferencia de pinganillos
La Presidenta de Madrid no fue a posar. Fue a decir lo que otros callan, y a marcharse cuando tocaba. Y lo hizo. En cuanto el lehendakari empezó su intervención en euskera, se levantó, sin aspavientos, y salió. No porque le moleste el euskera, eso ya lo sabemos, sino porque entendió perfectamente que aquello no iba de lenguas, sino de gestos vacíos. De 11.000 euros gastados en pinganillos para una traducción innecesaria. Todos entienden el castellano, pero aquí lo importante era parecer plural.
Illa habló en catalán, claro. Y el Gobierno se aseguró de que el despliegue técnico estuviera a la altura del titular que buscaban. Pero detrás del gesto, nada. Ningún acuerdo. Ningún paso adelante. Solo ruido bien empaquetado.
Junts y ERC ni se molestaron en asistir. Prefirieron quedarse fuera, como siempre, porque desde fuera se victimiza mejor. La estrategia es vieja, pero les sigue funcionando: si no estás, nadie te puede pedir cuentas. Si no participas, puedes decir que el sistema no sirve.
El PNV asistió, intervino sin arriesgar, se movió por los pasillos con su calculadora política. Nada nuevo. Es el mismo guion desde hace años: no enfadar a nadie, pero seguir cobrando peajes.
Y mientras tanto, Pedro Sánchez hablaba de convivencia y de futuro. Anunció un Plan educativo, soltó lo justo para rellenar una nota de prensa, y evitó el barro. No mencionó la financiación autonómica, no afrontó la cuestión migratoria ni ninguno de los tantos problemas que sufrimos los españoles desde que está él en el poder. Como si con anunciar fondos europeos se taparan todas las grietas.
Los presidentes del PP adoptaron una posición crítica y firme ante el modelo planteado por el Gobierno. Todos coincidieron en señalar que el encuentro carecía de contenido real. Ayuso fue la única que decidió ir un paso más allá, desmarcándose del relato de consenso que Moncloa intentaba proyectar. Su salida de la sala fue una forma clara de rechazar una escenografía que, en su opinión, solo buscaba aparentar una unidad que no existía.
Porque esta conferencia no sirvió para unir nada. No cerró heridas. No resolvió conflictos. Fue, otra vez, una reunión para salir en los medios. Y si no fuera por el gesto de Ayuso, habría pasado sin pena ni gloria. No fue una cumbre. Fue una señal más de que el Gobierno sigue apostando por el relato mientras el País sigue esperando soluciones.
Y pasando desapercibido, El Rey, cuya figura utiliza este Gobierno para infundir seriedad cuando le conviene. Y muy grave, la Bandera de España sin precedencia ni relevancia, ni más altura ni en posición destacada para este Gobierno, situada en el centro, pero como una más de tantas de la fila.
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